Esta es la segunda y última parte de una serie donde Álvaro Vivanco hace una revisión desde su propia experiencia del rol que han ejercido los arrieros en su relación con las expediciones de montaña en los Andes centrales .
3. Experiencias diversas y más noches tristes
Sin seguir necesariamente un orden cronológico, otra experiencia con arrieros que vale la pena contar es la de una expedición organizada el 2010 al Nevado de los Piuquenes. Tuve la suerte de conocer bien a Sergio Kunstmann que pasó buena parte de sus últimos años frecuentando el DAV, donde al menos una vez a la semana nos encontrábamos. Cuando le conté mi idea de ir al Piuquenes me dijo que me podía recomendar un buen arriero: el “Rucio”, miembro de la dinastía de los Ortega, los únicos que conocen bien el valle del Colorado.
De esa forma me puse en contacto con el “Rucio” seguro de estar tomando la mejor de las decisiones posibles. Sergio Kunstmann sólo me provocaba admiración y su consejo no era desechable. Este debe haber sido de los últimos consejos que Sergio alcanzó a dar porque falleció el 1° de enero del 2010 y nosotros hicimos cumbre en el Piuquenes el 14 del mismo mes.
Íbamos en un grupo de diez por lo que el “Rucio” llevaba un ayudante y un grupo de cinco mulas. Nos juntamos en Chacayar, donde antes era lo más lejos que se podía llegar en auto, y ahí le pasamos nuestra carga. Como los animales se mueven más rápido, partimos nosotros a pie antes que el arriero con las mulas. Antes de partir quedamos en juntarnos en los Baños Azules.
Un par de horas más tarde nos encontramos en este lugar y antes de volver a partir hablamos muy poco. Nuestra idea era llegar ese día a las vegas del Zinc donde queríamos levantar nuestro primer campamento. Yo calculaba unas 4h de caminata desde los Baños Azules hasta las vegas del Zinc, por lo que debíamos llegar a este lugar a eso de las 18:00, es decir, buena hora para armar el campamento.

Quienes iríamos a pie, nos despedimos y partimos..
Más adelante, en la isla Pan de Azúcar nos volvimos a cruzar y repetimos lo acordado: campamento en vegas del Zinc, a unas 4h desde los Baños Azules.
Tras cruzar la “isla”, poco a poco los expedicionarios fuimos llegando a las vegas del Zinc. Cuesta imaginarse un mejor lugar para acampar, las vegas del Zinc son un pequeño paraíso en medio de la aridez de la cordillera. Entre medio de una gran planicie verde corre agua fresca y cristalina junto a la cual hay pircas de piedra levantadas por los arrieros para armar carpas que queden protegidas del viento. Empezamos a llegar de a poco, al momento que nosmaravillábamos por el lugar, totalmente sorprendidos
Por toda la planicie que forma la vega se veían animales pastando, muchas vacas, pero ningún caballo ni mula. Sospechábamos que el “Rucio” debía haber ido a dejar a algún lugar especial sus animales y que ya iba a aparecer. Pero no apareció.

Con terror nos dimos cuenta de que estaba anocheciendo y que no teníamos con qué abrigarnos para pasar la noche. Algunos del grupo incluso iban en manga corta. Ante la emergencia y viendo que ya era definitivo que el “Rucio” no iba a aparecer, nos decidimos a pasar la noche acostados junto a la pirca lo más juntos posible para darnos calor unos a otros.
Poco antes de que oscureciera nos pareció ver a la distancia un par de luces. Vimos caer la noche con la esperanza de que alguien viniera a nuestro rescate, lo que, obviamente, no ocurrió.
Al otro día y todavía sin saber qué había pasado, nos levantamos en cuanto pasó un poco el frío de la noche para decidir qué hacer. Suponíamos que las luces que habíamos visto eran las del “Rucio”, pero no entendíamos qué hacía en otro lugar. Así que sin saber bien qué había pasado decidimos continuar la marcha en dirección al cerro y a las luces que habíamos visto la noche anterior.
Después de caminar unas 2 horas de subida llegamos a una pequeña vega, la vega del Guanaco y ahí encontramos a nuestro “Rucio” con sus mulas y nuestro equipo. Sus explicaciones fueron extrañas: habíamos quedado en juntarnos cuatro horas más arriba de los Baños Azules y él anduvo cuatro horas a caballo sin saber cuánto tiempo nos podía tomar a nosotros a pie llegar hasta la vega del Guanaco. Dijo que no sabía cómo se llamaba cada una de las vegas y que él sólo se guiaba por el tiempo que le toma a un caballo cubrir cierta distancia. Cuatro horas para él, no eran lo mismo que cuatro horas para nosotros. Agotados por la falta de sueño y sin ganas de discutir, tratamos de dormir un poco antes de volver a partir.

Con algún cargo de conciencia o no, el Rucio cargó los animales y partimos tras él. Pasamos la noche juntos en un campamento intermedio. La intención era que al otro día nos llevara al punto más alto que las mulas eran capaces de alcanzar. Y lo hizo. Llegamos acompañando a tropa de mulas hasta el borde de un campo de penitentes y vimos como lo intentó cruzar hasta que una mula tropezó y quedó de cabeza entre los penitentes. En ese momento el Rucio dijo que había llegado al límite y le creímos.
No sé si el “Rucio” sintió algún tipo de remordimiento o no, de haberlo hechono lo demostró. En verdad, nunca demostró nada, sólo cargaba los animales y montaba. Supongo que dar opiniones acerca de sensaciones o ideas no era parte de su trabajo, así que las evitaba. Puede ser que haya pensado que incidentes como el de la “noche triste” son normales y que de vez en cuando simplemente suceden. De alguna forma nos recuperamos, logramos la cumbre y volvimos sanos a Santiago. A Sergio Kunstmann ya no le podía contar la historia de lo ocurrido con su “mejor” arriero de la zona.

4. Peores experiencias, al menos, sin noches tristes
Después de algunos hechos personales poco felices, había que buscar la felicidad perdida en el cerro, así que fuimos de a dos a las Termas del Flaco con el objetivo de subir el Tinguiririca. Habíamos estado ahí un par de semanas antes y con un arriero de los que trabajan en las termas y que llevan turistas a ver las Huellas del Dinosaurio, habíamos conocido el cajón de Herrera por lo que ya teníamos arreglada nuestra excursión al Tinguiririca. El Tinguiririca ha sufrido de constantes problemas de acceso, así que nuestra intención era darnos una vuelta larga y entrar por el Cajón del río Palacios. No importaba que la vuelta fuera larga, en este caso íbamos a ir montados para ganar tiempo. Como habían hecho las viejas glorias del montañismo en Chile, íbamos a pasar más tiempo a caballo que a pie, sólo íbamos a destinar dos o tres días al ascenso del cerro. El resto iba a ser aproximación y regreso a caballo.
Del arriero sólo recuerdo su nombre de pila: José. Íbamos en tres caballos más una mula para nuestro equipo de montaña. Perdón, iba alguien más que no puedo dejar de mencionar y de quien no recuerdo el nombre: como siempre hacen los arrieros, sin importar adónde van o cuál es su objetivo, José llevaba un perro de acompañante.
Estábamos listos para partir y José nos avisó que el río de las Damas venía muy crecido y que no íbamos a poder ir directo hacia el cajón de Palacios y que teníamos que darnos una vuelta por arriba del cerro para evitar un cruce de río que estaba muy peligroso.
En estos casos, da lo mismo lo que uno opine, si el arriero dice que no se puede cruzar un río y que hay que dar otra vuelta uno no tiene más opción que creerle y seguirlo. Así lo hicimos y partimos en una dirección que no era la que queríamos tomar. Pasamos por las Huellas del Dinosaurio y subimos hacia el Cajón de los Ríos donde armamos un primer campamento. Al día siguiente seguimos subiendo y de pronto abandonamos la huella y comenzamos a subir a campo traviesa. Nosotros, poco expertos a caballo, tuvimos que desmontar y seguir algunos tramos a pie hasta que logramos llegar a una especie de portezuelo. Teníamos la esperanza de que la bajada desde el portezuelo sería más fácil, pero lo que veíamos no lo parecía. Miramos hacia abajo y no nos podíamos imaginar por donde podrían bajar los caballos por una pendiente tan fuerte y pedregosa. Le preguntamos a José que cómo lo iba a hacer y nos dijo que no nos teníamos que preocupar, pero que, por lo menos, un tramo era mejor hacerlo a pie.
Nos quedamos ahí viendo cómo hacía para bajar con los caballos porque nos parecía una tarea imposible. Y lo era. Los caballos se negaban a seguir la ruta que José les intentaba imponer. Cuando los gritos y el tirar de las riendas no era suficiente, José cambió de estrategia y comenzó a recoger piedras para arrojarlas a los caballos. De esta forma consiguió amedrentarlos y los obligó a comenzar a bajar. Horrorizados por el espectáculo comenzamos a seguirlo a la distancia.
Poco antes de llegar al valle había que cruzar un río que se veía bastante caudaloso. Nosotros cruzamos a caballo y una vez al otro lado nos dimos cuenta de que el perro no había podido cruzar. El río era demasiado caudaloso para él. José, enojado, lo insultó y volvió a cruzar el río para buscarlo. De forma muy ingenua, pensamos que lo iba a traer a este lado del río arriba del caballo, al final se trataba de un perro pequeño. Para nuestra sorpresa y nuevo horror, el arriero tomó un lazo, lo pasó por el cuello del perro y a continuación lo arrastró por el río hasta el otro lado. El perro apenas sobrevivió a la prueba y José con desagrado le desató el lazo del cuello para continuar la marcha.

Al día siguiente teníamos que seguir internándonos por el valle del río de las Damas, pero los animales comenzaron a fallar. Primero fue el perro que comenzó a quedarse atrás, no era capaz de seguir el ritmo de los caballos. Le avisamos a José de lo que pasaba y dijo que no importaba, que si el perro no era capaz de caminar bien, no le servía. El perro, un perro nuevo que José dijo estar probando, se había herido las patas con los abrojos del camino y debía hacer un gran esfuerzo para caminar. José dijo que si no era capaz de hacer su trabajo él prefería dejarlo ahí. ¿Dejarlo ahí? Sí, dejarlo ahí y que se lo coma un puma o los cóndores. ¿Para qué quiere él tener un perro que no es capaz de caminar como se necesita? Horrorizados una vez más, desmontamos para ayudar al perro. Sacamos nuestro botiquín e intentamos curar sus heridas. Como esto no era suficiente y el perro aún era incapaz de caminar con normalidad, Ulli vació su mochila de día y metió al perro en ella.

Así continuamos la expedición, intentando salvarle la vida al perro, cuando al poco andar tuvimos el siguiente percance. Ahora era el caballo de Ulli el que se negaba a seguir. Se echó en el suelo y se negó a levantarse. Cuando José se dio cuenta de esto, desmontó y se acercó al caballo. Probó levantarlo de las riendas y cuando se dio cuenta de que no era suficiente, se fue a la parte posterior del caballo, le levantó la cola y le dio la patada más fuerte que pudo con la punta de su zapato. El caballo reaccionó y se levantó. Le dijimos a José que el caballo se había levantado, pero que si estaba tan cansado como parecía no tenía sentido intentar seguir la excursión con él ese día. Había que dejarlo descansar. José dijo que no era necesario, que podíamos seguir. Nos parecía algo imposible, así que le preguntamos cómo pensaba hacerlo. Nos dijo que era fácil: él tenía espuelas.

La excursión al Tinguiririca no salió bien porque además tampoco pudimos alcanzar la cumbre. Nos metimos en un terreno lleno de penitentes que no nos permitió alcanzar nuestro objetivo, pero lo más decepcionante de todo fue ver actuar a nuestro arriero. Ésta debe haber sido la excursión con arrieros más brutal que me ha tocado. José puede ser un caso extremo, pero tampoco es el único. El maltrato animal entre arrieros existe y pareciera que es, en algunos casos, parte de la tradición.
5. Lujos en la cordillera: Cumbres y no más noches tristes
Tuve muy buenas experiencias con arrieros en la cordillera del Maule. En una ocasión yendo al volcán Descabezado Chico y en otra al volcán San Pedro. En ambos casos, los arrieros que nos acompañaron cumplieron siempre con todo lo que les pedimos y no vimos mal trato animal. Incluso uno de ellos se atrevió a llevar a su pareja a la expedición y siempre se mostró amable con ella. En una ocasión, al regresar de una cumbre nos estaba esperando con un chivo al palo. Los restos del chivo que no servían para el fuego, los usó más tarde para hacer cazuela.
Todo anduvo bien en el Maule, pero mis mejores experiencias fueron en los valles del Olivares y del Colorado. Ahí tuve la suerte de conocer al mejor arriero que me ha tocado: Marcelino Ortega, también miembro de la antigua dinastía. Llegué a él a través de don “Ra”, quien había creado una cooperativa de arrieros para que a través de ella pudieran ofrecer sus servicios. La primera vez fuimos juntos al Tupungatito desde donde nosotros queríamos continuar la excursión a la cumbre del Nevado sin Nombre (sí, el cerro se llama así: Sin Nombre).
El estilo de Marcelino se combinaba perfecto con nuestras necesidades y cada tarde nos encontrábamos en los campamentos acordados sin problema. Su conversación también era especialmente entretenida. Para subir al Tupungatito Marcelino nos prometió dejar nuestras cosas en un campamento que él mismo había descubierto a más de 4800m de altitud.

Marcelino había llevado glaciólogos al Tupungatito y había buscado la mayor altura posible que podía alcanzar con sus animales. Además de llegar a un campamento a 4800m, Marcelino fue capaz de seguir subiendo con su macho (mula macho) hasta la orilla del cráter a más de 5000m, toda una proeza.
Como todo anduvo bien nos despedimos en buenos términos y quedamos en volver juntos a algún otro cerro el próximo verano.
La siguiente expedición fue al cerro Alto (ningún cerro merece un nombre tan pobre, pero la historia puede ser injusta). Para llegar a un campamento alto teníamos que rodear el cerro El Barco.
Marcelino se nos adelantó y decidió tomar una ruta directa por las laderas al Norte del cerro, acortando la ruta en un día de expedición. Subió por donde no había huella, haciendo unos empinados zigzags arriesgándose a tener que devolverse a mitad de camino.

Según Marcelino esta subida había sido difícil, pero no tanto como la que había hecho cuando subió al Gran Salto a caballo. Traté de entender lo que me quería decir: ¡subir al Gran Salto a caballo! Todo el mundo que ha pasado por ahí, había logrado con grandes dificultades subir la derecha (Este) de la Loma Rabona por donde se encuentran restos de cables dejados ahí probablemente por pirquineros, quienes habrían sido los primeros en subir. Lo que Marcelino decía es que él había subido a caballo por la izquierda, por una huella que abrió entre la Loma Rabona y el Gran Salto. Yo conocía el lugar y me parecía imposible hacer eso. Ahí no hay espacio, está la pared vertical de la Loma Rabona y al lado cae el Gran Salto por una enorme cascada. Marcelino me dijo que buscando unas cabras perdidas se tuvo que meter ahí y que siguiéndolas llegó hasta la laguna Picarte.
Dos años más tarde estábamos ahí. Acampamos a los pies de la Loma Rabona para así partir lo más temprano posible el ascenso. Marcelino decía que había que subir temprano, cuando el Gran Salto todavía no traía tanta agua porque de otra forma uno se moja demasiado. Su idea era salir tipo 7:00, dejar nuestras cosas arriba en la laguna y estar de vuelta antes del mediodía.

La subida resultó ser algo alucinante. Partía ascendiendo por un acarreo entre cascada y pared para luego seguir haciendo unos zigzag impresionantes que desde abajo se veían imposibles para, de alguna forma, subir.
Como Marcelino nos había anunciado, transitar por la ruta obliga a mojarse porque se pasa cerca de la cascada, incluso en partes se pasa por dentro de ella. Un par de horas más tarde no sólo habría que mojarse, sino que se corría el riesgo de ser arrastrado por el agua. En unas horas habíamos subido por una ruta fabulosa que, en un inicio, nos había parecido imposible y que acortaba la aproximación en un día para quien quisiera dirigirse a la zona de los glaciares Olivares.

Así que con la gran ayuda de Marcelino pudimos hacer una expedición que antes ni siquiera soñábamos porque, gracias a su curiosidad y arrojo o gracias a sus cabras perdidas, logró abrir una ruta impensada.
Al regreso nos invitó a su casa a comer unas empanadas. No me imagino un mejor servicio en la montaña.

También podría decir algo acá acerca del trato que dan arrieros como Marcelino a la fauna local, especialmente a guanacos y pumas, animales a los que no les dan espacio para compartir el hábitat con su ganado.
Podría agregar algo acerca de la cantidad de basura que dejan en el camino y especialmente en los puestos en que pasan la noche, acerca de la posibilidad de llevarse esa basura que, a veces, es tanta que parece que no vale la pena hacerlo. También podría añadir algo sobre la cantidad de botellas y latas de cerveza que se pueden ver, pero mejor que no, no vale la pena. ¿O sí?
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