Arrieros en la cordillera, leyendas y verdades (parte 1)

Esta es la primera parte de una serie de historias donde Álvaro Vivanco hace una revisión del rol que han ejercido los arrieros en su relación con las expediciones de montañistas en los Andes centrales.

  1. Historias antiguas y legendarias

Tanto en la cordillera de Chile como en la de Argentina, no debe haber nada más característico de la actividad de montaña que el hacer expediciones ayudados por arrieros.


Así como en los Alpes lo usual es partir a pie desde un refugio hacia alguna cumbre, lo que permite ir liviano, en los Himalayas lo habitual es organizar grandes grupos de expedicionarios que, para alcanzar la cumbre, necesitan la ayuda de numerosos porteadores (en su mayoría sherpas en Nepal, baltis en Pakistán) para poder transportar equipo hasta los campamentos de altura.

En nuestros Andes centrales ocurre algo intermedio entre lo que se ve en los Alpes y en los Himalayas y para eso los arrieros han jugado un papel protagónico en las largas aproximaciones hasta campamentos de altura. 

Dicho papel  ha sido romantizado por muchos autores hasta crear una figura algo legendaria que no siempre es real. Para comprobar esto, basta revisar el capítulo IX del libro del historiador Evelio Echevarría Chile Andinista llamado La Canción del Arriero. Allí, Evelio nos relata historias casi legendarias de algunos arrieros que no se conformaron con ayudar a los montañistas a transportar sus cargas hasta lo más alto posible, sino que también se aventuraron, contra su naturaleza arriera, a subir algunas cumbres.

Foto publicada en el libro de Evelio Echevarría, “Chile Andinista”. El de la derecha es Mario (Mariano) Pastén.

De todas estas leyendas ninguna llega a las alturas de las historias de Mario Pastén, las cuales alcanzan ribetes casi fantásticos. De lo poco que se conoce de él, se sabe que nació en Los Andes y que trabajaba para el Ferrocarril Trasandino en el hotel de Puente del Inca, donde ofrecía sus servicios para llevar con sus mulas la carga de montañistas que intentaban subir el Monte Aconcagua

Debido a su experiencia en el cerro, se le atribuye haber bajado 7 cuerpos de montañistas fallecidos en el cerro, cuando el número total de fatalidades sumaba 14 víctimas. 

Contratado por la expedición italiana de 1934 al Aconcagua, Pastén manifestó intenciones de subir a alguna cumbre.

Sorprendidos por la propuesta de este hombre de pocas palabras, los italianos lo proveyeron de piolet y crampones y lo invitaron a subir el Cuerno, cerro de más de 5500m de altitud que todavía no tenía ascensos.

Pastén, que no tenía ninguna experiencia subiendo cerros, consiguió así un primer ascenso. Dos semanas más tarde se animó a acompañar a los italianos y al mismísimo Nicolás Plantamura, primer argentino en la cumbre del Aconcagua, hasta el techo de América.

Cementerio de los Andinistas. La tumba de adelante, la más grande de todas, con las alas de cóndor, corresponde a la del argentino Nicolás Plantamura.

Era el séptimo ascenso al Aconcagua que por primera vez era ascendido por sudamericanos: un argentino y un chileno. El argentino se haría famoso y alcanzaría el grado de general en el Ejército. Actualmente se puede visitar su tumba, la más grande de todas y coronada por unas alas de cóndor, en el Cementerio de los Andinistas de Puente del Inca.

Pastén falleció de forma inadvertida y nunca recibió honores en vida. No sólo fue el primer chileno y sudamericano (no sabemos con exactitud si llegó antes o después que Plantamura a la cumbre) en llegar a la cumbre del Aconcagua, sino que al año siguiente, en 1935 se convirtió en la primera persona en ascender por más de una vez a la cumbre más alta de América. Nunca dejó nada escrito, ni siquiera sabemos si es que sabía leer y escribir, y apenas existe un par de fotos borrosas en las que apenas se le distingue. Por alguna otra extraña razón, en Chile se lo conoce como Mario y en Argentina como Mariano. No se sabe cuál es la versión correcta.

Evelio Echevarría, fiel a su meta de escribir y hacer historia, ascendió un cerro sin nombre en las cercanías del Paso Piuquenes y lo bautizó con el nombre del legendario arriero.

Lo más curioso del capítulo dedicado a los arrieros es que Evelio sólo menciona a la pasada su misión principal: “la arría de animales que transportan a andinistas y carga a un lugar determinado”. En lugar de hablar de esta importante misión, Evelio detalla los casos excepcionales, aquellos arrieros que saliéndose de la norma, como Pastén, incursionaron más allá de los campamentos y dejando atrás a sus animales, se atrevieron a alcanzar algunas cumbres. 

Foto correspondiente a la Expedición Chileno-Alemana de 1952, que repetía la ruta hecha por el arriero Gilberto Salazar y el montañista Paul Güssfeldt. ©Grajales Expeditions

Además de Pastén, Evelio menciona a Gilberto Salazar, compañero de Güssfeldt que ascendió con él hasta los 6500m del Aconcagua cuando todavía no había sido ascendido y a un José Alvarado, que con Brant también llegó a la misma altura en el mismo cerro. Entre sus favoritos se encuentra Damasio Beíza quien acompañó a Paul Schucan en 1927 hasta la cumbre del volcán Palomo.

También nombra a los famosos José María Castillo, Exequiel Ortega y Miguel Andrade. Al primero le atribuye el mérito de haber forjado una gran amistad con el célebre montañista Sebastian Krückel, al segundo haber colaborado al éxito de las expediciones alemanas y al tercero su amistad con el montañista y fotógrafo Manuel Bazán. 

Cerro Ortega (4.561 m). Según el relato de Carlos Piderit del primer ascenso al vecino Morro Rabicano, los expedicionarios decidieron bautizar con el nombre de su arriero, Exequiel Ortega, a uno de los afluentes del estero Aguas Blancas.

Pero Evelio no se quedó ahí y, como era de esperar, bautizó un cerro sin nombre como Salazar, otro como Don Damasio y otro como Andrade. José María Castillo quedó privado del honor, al parecer, por tener un apellido demasiado común en la toponimia de los Andes. Por su parte, Exequiel Ortega no quedó exento de la fama, puesto que existe un cerro con su apellido, aunque no está claro quién tuvo la idea de bautizarlo de esta forma. Incluso un montañista tan parco como Wolfgang Förster, se dio el trabajo de escribir un artículo sobre Exequiel Ortega, alabando en él al “fiel y sincero amigo que siempre nos ayudó tanto”.

En el relato de la primera ascensión al cerro Marmolejo (1928) Sebastian Krückel deja en manifiesto la importancia de su arriero, José María Castillo. ©Club Alemán Andino Chile.

Además del mencionado cerro Ortega, Sergio Kunstmann bautizó en 1987 otro cerro de 4860m en los alrededores como “On Quelo”, apodo dado a Exequiel Ortega y que se deriva de Don Quelo (Exequiel). 

Todavía no está claro a cuál de las cumbres de la zona corresponde el cerro Don Quelo que, a la fecha, si es que realmente existe, sólo habría sido ascendido una vez. En esa ocasión, Kunstmann contó con la ayuda de un arriero conocido como el “Rucio”, miembro de la familia Ortega y pariente de Exequiel.

El mismo Sergio Kunstmann contaba una historia de arrieros que aún no se ha escrito (alguien tiene que hacer el esfuerzo y publicar los libros inéditos de Kunstmann). Kunstmann iba a una expedición al valle del Yeso así que había acordado juntarse un sábado por la mañana con un arriero de la zona en el Romeral, justo donde el camino se separa del principal para ingresar al valle del Yeso. 

Arrieros de la expedición de 1946 de Eberhard Meier y Juan Harseim al Cerro Trono. © DAV

Al llegar, Kunstmann no encontró al arriero así que partió a buscarlo a un local cercano en que se podía comer y también tomar algo. Como Kunstmann ya lo suponía, el arriero estaba durmiendo sentado en una silla con el resto del cuerpo apoyado sobre una mesa, evidenciando los efectos del exceso de alcohol de la noche anterior. Kunstmann logró despertarlo y el arriero le dijo que estaba listo para partir, que los animales estaban esperando afuera. Junto con un ayudante, partieron los expedicionarios y el arriero.

Al poco andar, el arriero tambaleándose sobre su caballo comenzó a sentirse mal y tuvo que vomitar. Dándose cuenta de que, de seguir, su estado sólo iba a empeorar, se bajó del caballo y le pidió a su ayudante hacer fuego y calentar agua. El arriero buscó una bosta de vaca fresca, la tomó y la mezcló con el agua que se estaba calentado. Una vez hervida la mezcla, se la tomó como quien toma un agua de hierbas. A continuación dijo sentirse en perfecta forma, montó su caballo y la expedición continuó sin más contratiempos.

2. Historias más actuales y menos románticas

La primera vez que recuerdo haber recurrido a arrieros en la montaña fue para una excursión al Paso de las Pircas. Éramos tres, dos iríamos a pie y uno, Eduardo, quería ir a caballo o en mula o en lo que fuera que tuviera cuatro patas. Además, él contaba con  los datos para contactar al arriero. Teníamos que partir desde Valle Nevado para tratar de pasar la primera noche al otro lado del Paso del Cepo, así no perdíamos tiempo y alcanzábamos a intentar todas las cumbres que nos interesaban subir desde el paso. El plan, un poco ajustado, se veía bien y debíamos alcanzar a subir, al menos, las 3 cumbres que teníamos planeadas. 

Nos alojamos un viernes en la noche en Farellones y el sábado por la mañana estábamos listos para partir. Pero hubo un problema: el arriero no estaba. Después de esperar un par de horas y extrañado por su ausencia, Eduardo dijo que partiría a buscarlo. Yo no quería perder tiempo, así que llegué a un acuerdo: le dejé nuestro equipo a Eduardo para que cargara las mulas y partí a pie con el compromiso de juntarnos al otro lado del Paso del Cepo, en la quebrada del estero Paramillo, donde debíamos pasar la primera noche. Eduardo me dijo que de todas maneras llegaría, que sólo se trataba de un retraso del arriero, pero que estaba confirmado.

Con total confianza en Eduardo y en el arriero, partimos. Cruzamos el Paso del Cepo sin problemas y a eso de las 5:00 de la tarde llegamos al lugar donde queríamos acampar a unos 3500m de altitud. A eso de las 7:00 me empecé a preocupar porque no se veían indicios de que Eduardo o el arriero vinieran en camino. Mirábamos un poco acongojados hacia el paso y no se veía nada. A las 8:00 cuando ya comenzaba a oscurecer comencé a preparar la noche. Sólo teníamos un polar cada uno de abrigo.

En mi mochila encontré el diario que había llevado, así que entre las dos mochilas y el diario intenté cubrirnos y así pasamos nuestra primera “noche triste”, tratando de dormir a la intemperie.

No sé a cuánto bajó la temperatura en la noche, pero al otro día el estero estaba congelado. Nosotros también. Tampoco teníamos con qué cocinar así que nos contentamos con un poco de pan y chocolate y ya resignados nos decidimos a regresar hacia Valle Nevado. Llevábamos casi dos horas caminando y estábamos a punto de llegar al paso cuando vimos algo sorprendente: ¡Eduardo y el arriero!

Eduardo y el arriero en el Paso del Cepo un día más tarde de lo acordado.

Eduardo me dio una excusa que me sonó poco creíble, pero lo importante era que no habían podido partir el sábado y recién lo habían hecho el domingo. Dijo algo así como que los animales estaban cansados y que el arriero prefirió darles un día más de descanso antes de partir. Le dije que nos había dejado a la intemperie sin nada de equipo. Lo sabía, pero no pudo hacer nada para evitarlo. Yo quise continuar mi camino de regreso a Valle Nevado, pero Eduardo me convenció de seguir. Ya estábamos ahí y sólo habíamos perdido un día. Un día y una noche sin dormir.

La excursión continuó y bajamos juntos hacia el valle del río Olivares. Además de darme cuenta de la forma de trabajar del arriero, me percaté que un arriero no camina, ni siquiera tiene zapatos para eso, un arriero para moverse tiene que estar montado. Nuestro arriero, Juan Carlos Valenzuela de Corral Quemado, conocía un poco el valle del Olivares y nada del Paso de las Pircas.

Finalmente, nos dejó en un campamento lo más alto posible, en el último lugar donde podíamos encontrar agua y bajó a pasar la noche con los animales en el último lugar con pasto. Al otro día subimos al paso e hicimos nuestro respectivo intento de cumbre. A nuestro regreso por el paso nos encontramos con Juan Carlos que había subido a pie para conocer el paso. Nos dijo que su ascenso había sido algo excepcional y que había subido hasta, aproximadamente, la mitad del camino a caballo y que el resto lo hizo a pie por curiosidad.

Un arriero que camina y llega a pie hasta el Paso de las Pircas.

Más tarde, Juan Carlos nos llevó a conocer el Gran Salto del Olivares y en medio de una nevazón nos acompañó de regreso hasta Valle Nevado.Además de los grandiosos paisajes que conocimos, aprendimos algo más en esta expedición: los tiempos y distancias de los arrieros son diferentes a los nuestros, los montañistas. Una hora o un día de ellos no son una hora o un día nuestro.

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